Se está
remodelando el mundo, esa vieja naranja mecánica, pero nadie sabe bien adónde vamos.
Hierven los movimientos geopolíticos, estratégicos, financieros y demás. Luego
está lo de quién ganará la carrera del bitcoin, de la Luna, de la IA y de las tierras
raras. El nuevo orden, o desorden, planetario muestra sus colmillos y por eso hay
nostalgia hasta de “El mundo perdido”. Muy
original en ese ramo literario fue “The lost world”, novela que escribió
Conan Doyle en 1912. Su obra no se sitúa en los clásicos lugares aún remotos;
selvas, hielos, desiertos, islas fantásticas. El escritor escocés encuentra las
mesetas que coronan los tepuyes o montañas de la Guayana. Como Roraima, en la
frontera entre Venezuela y Brasil, donde parece que arriba no debe de haber
nada y otra vez empieza el mundo. Abajo corren los ríos de la selva, pero Conan
Doyle se fija en la extraña cima de su tepuy, lleno de grietas como cañones, y de
espacios gigantescos con nuevos vegetales, minerales y animales. Hay hasta homínidos,
pero vivos. Y algún que otro lagarto jurásico. El profesor Challenger no dice
“Elemental, querido Watson”, como Sherlock Holmes. Su nuevo mundo perdido
tiene otras referencias, como si se tratara de un trozo del espacio exterior, o
quizás de una inesperada burbuja volcánica, o de una región oceánica abisal. Ahí
arriba no se ha seguido ni la Historia ni la Evolución, ni la Física cuántica. Allí
había que volver a pensar todo, como se supone que lo harán los supervivientes
a una tercera guerra mundial. O, si ojalá eso no llega, los náufragos de los variados
conflictos actuales.
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