Hace muchos años fui detenido, junto a un equipo de TVE, en Mashad, a casi mil kilómetros al Este de Teherán, la capital de Irán. Una mala experiencia. Se nos retuvo por haber filmado las repercusiones de un atentado salvaje en el mausoleo de Reza Ali, el lugar más santo de Mashad y aún de los chiíes iraníes, y ocurrido en el mismo día de Ashura, la gran fiesta chií. Acabamos convertidos en el mejor amigo del hombre del régimen iraní, el chivo expiatorio. Casi diez horas fueron muchas en una comisaría de guardias de la revolución.
Años antes pude ver a Jomeini salir a la terraza de su casa de Qom al poco de haber vuelto triunfante a Irán. El gentío enardecido casi me arrolla en la angosta calle donde vivía. Hoy Irán, el mismo país que se sacudió al Sha de la noche a la mañana, vuelve a la protesta. Pero los ayatolás han aprendido, y no sólo a rezar por la vuelta del Imán oculto, sino a mantener ese suculento pistacho que es el poder civil, político, económico, el diablo en la tetera.
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